Para no extinguirse

Busqué en el mueble de los discos algo optimista, pero no me quedó tanta fuerza. Abrí la alacena y busqué algo dulce, pero sólo había sombras, polvo que se levantaba entre el crujir de las puertas, entre los sollozos de las pisadas que esa tarde no podían detenerse, tenían que gritar, tenían que sonar. Como la garganta, como la piel, como la sangre, como el aliento, como todo lo que tiene que sonar cuando tiene que decir algo. Todos esos libros escritos, toda esa música compuesta, todas esas palabras dichas, todo ese vino bebido. Porque había algo que decir, porque si no se hubiera dicho, hubiera explotado. O quizás no hubiera explotado, y eso hubiera sido lo grave, que tenía que explotar. Qué la sangre tenía que salir a presión y untarse sobre la pared. Y la piel tenía que enchinarse, tenía que llamar la otra piel y tenía que hacerse una misma, las piernas frías que tenían que enfriarse junto a las manos regalándole algo de su tibieza. El aliento que tenía que entrar por los pulmones para hacerse uno, para cambiarlo todo, para respirarse, para beberse, para tenerse, para después morirse. Tantas palabras qué decir, para eso, para no morirse. Tantas manos que apretar, para eso, para no extinguirse. Tanto aliento que tragar, para eso, para no hundirse, para no ahogarse, para no ensordecer en los propios gritos. Para eso. Para sobrellevar. Para hacerte más llevadera. Para tragarte sin que me hagas daño. Para escupirte y no quedarme sin alma. Para tocarte en una nota de violín y para que te escapes entre el viento, entre quienes te escuchen y quienes no. Para que te pierdas ahí, en el aire, en la niebla, en la sombra de la alacena, pero mejor más lejos, ahí en dónde nunca querré volver a encontrarte. Allá en la música que no quiero tocar, porque querré que tu recuerdo quede bien borrado, bien ausente, tieso, frío, tan muerto que no vuelva un día de muertos ni con el aroma del cempasúchitl. 


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