Otoño

Grandes moldes reciben metal incandescente  que luego habrá de convertirse en una campana formada de aleaciones del cobre con estaño y un toque de bronce. Todas las campanas son hechas para sonar, para sonar muy fuerte. Para retumbar hasta las montañas pasando por los altos pinos y los tejados alargados. Para hacer cimbrar los cuerpos. Para alertar de las emergencias. Para impedir que todo deje de ser como está. Las campanas están hechas para redoblar sobre los vientos y expulsar sonoros ecos por todos lados. Fuerte. Muy fuerte.

Cuando el incandescente metal terminó de vaciarse sobre el molde, pasó un cuervo mudo muy cerca del taller de campanas de Don Mundano, tan cerca, que se cubrió con el brazo el rostro mientras se agachaba un poco. Sin embargo, no cruackó sobre él, ni lo hizo por el resto del recorrido que lo llevó hasta pararse en el árbol seco que daba escasa, pero valiosa sombra durante ese otoño. Mundano regresó la vista al molde, sólo se había distraído unos segundos, suficientes para perder el control del sonido de la campana. Mundano sólo hizo un gesto de disgusto, pero siguió trabajando. El cuervo miró a lo lejos y ahí se quedó atento, con los ojotes bien atentos a la campana, al viento y a la fila de campanas que ya estaban listas para sonarse.

Mundano sabía que las cosas no estaban bien. Agregó plata a la aleación del badajo y construyó un molde más grande, con la intención de garantizar el funcionamiento de la campana. Los badajos son esa lágrima que cuelga de las campanas y que las hace llorar cada que se les balancea. Un badajo de plata, haría la campana más sonora, más grave, más intensa.

Mientras Román, el peón, ataba el badajo sobre la campana, Mundano sintió temor. Temor similar al que sienten los árboles en el otoño, ese escalofrío de perder aquello que has visto crecer sobre tu cuerpo, miedo de que la vida que llenaba tus brazos, tu pecho, tus ojos y tu alma, fuera a desprenderse justo delante de tus ojos. Los verdaderos valientes, son esos árboles que después de crear vida, la pierden. Se desprenden de la vida que crearon y se la sacuden aprovechándose del viento de otoño. Pero no por valientes, dejan de tener miedo. Los árboles siempre tienen miedo, pero siempre están de pie. Siempre con los brazos extendidos dando la mejor de sus caras. Pero por dentro sienten que se pudren cuando sospechan que podrían perder esa vida que les llenaba de color. Y efectivamente la pierden. Alguien deberá decirles que eso les estorbaba, que eso no lo necesitaban, que eso ahora sirve a la tierra para enriquecerse, pero no a él. Pero qué bueno que nadie se los dice, porque no lo entenderían, te verían como un simplón sin escrúpulos que fríamente trata de consolarlos. Todo ese temor pasó sobre la mente de Mundano cuando decidió hacer sonar la campana con todas sus fuerzas, tanto que Román se tapó las orejotas mientras cerraba los ojos esperando recibir una aturdida por lo cerca que estaba de la campana. Pero no sonó.

Román abrió los ojos y todavía miró la campana vibrar, muy a pesar de haber sido golpeada fuertemente por el badajo. Rompiendo el protocolo de una campana nueva, arrebató a Mundano la cuerda y tiró de ella hasta el grado de quedar en cuclillas. El badajo se estrelló estrepitoso sobre el cuerpo de la campana, pero otra vez no sonó.

El cuervo ahora estaba acompañado de más y más cuervos, que en silencio poblaban el árbol muerto siendo testigos de la campana muda. Un ardor tomó por sorpresa el estómago de Mundano. Era la rabia de haber perdido aquello que le daba vida, aquello que le permitía ganarse unos pesos, pero sobre todo aquello que le hacía levantarse con ánimo todas las mañanas. Los enamorados tienen pesadillas, con sólo pensar en ese momento en que los dejen de amar. Los boxeadores miran con pesar sus puños, sólo de sospechar que un día podría perder la fuerza suficiente para estrellarse sobre una mandíbula para destrozarla. Mundano temía que un día sus campanas no sonaran y ahora no sabía cómo enfrentarlo. Román sintió la pena de Mundano y se apartó. Los cuervos seguían llegando en silencio. Un silencio irreconocible que me hubiera puesto nervioso si hubiera estado ahí. A Mundano le mantenía de pie su amor a la vida, su amor por un oficio, por un objeto que le había dado todo lo que tenía y todo lo que podría llegar a tener. Sus manos estaban misteriosamente  sin fuerza. Intentó tomar con fuerza la cuerda para tirar de la campana, pero se le escurría, como si sus manos fueran invisibles y no pudieran colisionar con el mecate. Pero era sólo que se había quedado sin fuerza. Algunos cuervos empezaron a marcharse y Mundano se sintió más solo. En un arrebato, se enrolló la cuerda sobre sus manos com si fueran vendas y empezó a tocar la campana como si se tratara de una emergencia. 

Seguía sin escucharse nada. Pero esta vez llegaron más cuervos, incluyendo los que estaban tratando de marcharse unos segundos antes. El consuelo tomó a Mundano por sorpresa, si bien no podría volver a fabricar campanas sonoras, sí podría hacerse acompañar de cuervos, de cuervos ordenados y atentos que no le quitarían nunca más la mirada de encima. Los cuervos fueron tomando más y más confianza hasta posarse sobre su hombro. Mundano los aceptó como suyos y a la sordera como mejor amiga. Siguió fabricando campanas para deleite de otros. Siguió albergando cuervos como simple acto de camaradería. Siguió perdiendo el oído, siguió perdiéndose de conversaciones. Para Mundano había llegado el otoño.


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