Lluvia tropical

Con el mismo ímpetu con el que apareció en medio de la nada. Con toda la fuerza que pudo se dejó caer sobre el huerto. Nunca vi tanta determinación como en ese tumulto de agua que chacoteó hacia el suelo. Hubiera querido una fracción de la seguridad con que decidió caer y sólo eso. Caer y no dejar de hacerlo hasta terminarse. Eso ocurre con quien pone todo, pronto se termina. No entiendo mucho de lluvias tropicales, en un segundo aparecen y en el otro se van. Golpean fuerte sobre la tierra, arde la piel, levanta la tierra suelta, sacude las plantas, apenas trato de entenderla y desaparece. Desaparece. Y ya extraño los millones de piquetes helados que se insertan con fuerza sobre cada uno de mis poros. Extraño la potencia del viento que empuja la lluvia que te obliga a encorvarte, no te concede mostrar la cara, su fuerza cruje tu columna hasta que la deja encorvada ante su paso. Terminas mirando al piso. Abre el paso al fango. Se convierte en corriente que se lleva todo consigo. Corro tras las ramas que arrastra, como si fueran recuerdos que no habré de ver nunca más una vez terminada la tempestad. Poco a poco llega el momento en que el sol seca el fango, pero sigo corriendo sobre él, como exprimiendo las últimas gotas de agua que permanecen ahí para humedecer las plantas de mis pies. Lo peor que le puede pasar al que tiene prisa es olvidar a dónde va, qué es lo que persigue, a dónde quiere llegar. No quisiera olvidarme de la estrepitosa lluvia tropical, ni de las ramas, ni del palpitar del corazón mientras la lluvia no se detiene.


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